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¿Qué pasa ahora en el campo? Las mujeres rurales en este contexto

Volvemos a decirlo: la pandemia nos cambió el cotidiano de manera radical, aunque no todos cambian de la misma forma. Entre cientos de relatos que hablan de las grandes urbes, hacemos silencio para escuchar a mujeres que habitan otro espacio/tiempo, el rural. ¿Qué significa el aislamiento en el medio rural? ¿Cómo viven las mujeres rurales en este contexto?


Redacción La tinta.- Los días de cuarentena se presentan para muches como un collage poco armónico de ocupaciones superpuestas y desordenadas, solapado con miedos, incertidumbres y preocupaciones. La lógica de la productividad parece imponerse también en épocas donde prima el cuidado, para que recordemos que ahí está, preparada para dar el zarpazo en cuanto algo parezca volver a una (a)normalidad anterior y atacar en todo su despliegue. O, tal vez, lo que nos muestra es que la lógica productiva puede desplegarse en cualquier formato de la vida. Escribo esto y pienso qué distintos hubieran sido mis días si me hubiera mudado de una buena vez al campo, cumpliendo esa amenaza ya histórica de despegarme de este caos citadino que se me presenta como una fuerza centrípeda. Me miento, lo que hay que cambiar es adentro, el sistema siempre está ahí para tentarnos.

Desde esto que estoy siendo, miro a las otras, el mundo es un entramado de experiencias y hay que descentrarse para poder mirar desde lo pequeño, en su propio contexto y con la particularidad de cada espacio/tiempo, y desde la voz de las protagonistas de cada experiencia. Tratar de ver por sus ojos y entender desde sus paisajes.

Subo a la terraza y miro las casas del barrio, imagino realidades múltiples en la cuarentena citadina. Pienso en el pueblo donde crecí y en las realidades rurales, campesinas, pueblerinas. Al oeste, ya se va poniendo el sol con todos esos colores que regala el otoño. Agradezco y saludo a las montañas grandes que se alzan protectoras de esta ciudad que apenas las recuerda en la diaria. Imagino traslasierra, un valle que encanta a cientos de turistas cada año. ¿Cómo se vivirá por allá este tiempo de cuarentena?

El Valle de Traslasierra o Valle de San Javier es una región geográfica de Córdoba, ubicada al oeste de las Sierras Grandes y al este de las Sierras Occidentales, explica Wikipedia. La belleza inconmensurable de sus ríos y montañas resiste la fuerte avanzada de proyectos inmobiliarios orientados al turismo, que presionan sobre tierras antes cultivables. Meli Guzmán vive en el Paraje San Huberto, localidad de unos 200 habitantes, con bajada al Dique La Viña, y participa de la organización CTO Traslasierra. Lo primero que le pregunto es cómo es el lugar donde vive y lo describe con la simpleza de quien lo habita: “Acá, es todo campo, algún que otro negocio, tenemos arroyo, tenemos casas cada varios metros, es un pueblito, tenemos vecinos”. Me cuenta que, a 3 kilómetros, está la localidad Las Calles. Allí, vive Paola, compañera de Meli en la CTO, en “Arroyo seco”, una loma que, con las crecidas, se transforma en una isla rodeada por el cauce del arroyo.

Al norte desde mi terraza, sale la ruta A79 que, andando unos 20 kilómetros, me dejaría en Colonia Tirolesa, donde vive Luciana con su familia, quienes participan del Encuentro de Organizaciones. “El vecino más cercano lo tengo a dos hectáreas de distancia y estoy a 1 kilómetro de la ruta”, me cuenta. Le pregunto cómo es su paisaje y Luciana me devuelve una geografía política del lugar: “Es un pueblo que se dedica mucho a la producción de eso que dicen que es alimento, pero que no lo es, entonces, hay muchos campos de soja y maíz, todo fumigado, y hay un frigorífico. Es un pueblo muy conservador y tiene mucha desigualdad, tenés familias históricas que son las dueñas del pueblo, muchas son parte del gobierno actual”, por otro lado, está “la gente del pueblo”, la peonada rural y trabajadores de la construcción, dedicados fuertemente al oficio “desde hace unos 5 años, cuando explotó la parte inmobiliaria”, suponen que también sobre tierras antes destinadas al cultivo.

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Meli y Paola trabajan tanto en su casa como en espacios de la organización: cuidan de sus huertas y de sus gallinas, y realizan actividades cooperativas en relación al cultivo, la cría de animales y la producción de alimento balanceado. Me detallan sus actividades y me divierte el desafío que presentan las realidades múltiples y concretas a la teoría hegemónica, ¿dónde comienzan y terminan las tareas de reproducción y producción en la vida que realizan estas mujeres?

La cuarentena obligatoria transformó el cotidiano de todas. Los varones, cuenta Meli, “se quedaron sin trabajo porque las obras no están trabajando, entonces, lo tengo a mi papá todos los días en la casa”. En la mayoría de las viviendas donde conviven mujeres y varones, la nueva configuración de los días y las tareas tiene otros tintes más allá del aislamiento social. ¿Cómo se modifican diferencialmente las vidas de mujeres y hombres, y qué se pone de relieve sobre el trabajo de cuidado en el medio rural? ¿Cuán opresivo o liberador es la presencia de los varones en las casas?

Luciana me lee los pensamientos y me explica que, ahora que los varones están más tiempo en la casa porque no pueden salir a producir, tienen más contactos con “la realidad”. Me impresiona y me gusta que nombre lo real como “lo que hacemos en la casa las mujeres”.

En este tiempo donde lo que está en juego es la supervivencia, la división sexual del trabajo asume otros formatos. De pronto, las tareas que se deben realizar, las que no se suspenden porque son, como siempre, primordiales, son las de cuidado, las que garantizan la vida. Para el desarrollo del sistema capitalista, fue necesario invisibilizar ese trabajo de cuidado, imprescindible para que la ruedita que garantiza la acumulación funcione. Nos dijeron que era obligación de las mujeres porque “está en nuestra naturaleza” y ocultaron detrás del amor nuestro trabajo no pago. Sin embargo, hace semanas que, en el mundo, estas tareas están en el centro de la escena.

“Ahora, ellos tienen que quedarse en la casa, limpian los patios, se ponen a lavar, ordenan, cuando nunca hacen esas cosas, sino que solamente trabajan”, dice con gracia Meli, esperando que “les quede la enseñanza a los varones de lo que es estar en la casa y ver cómo es. Algunas personas se están dando cuenta, acá no está muy avanzado que tome más poder la mujer, está mal visto, y está buena esta experiencia para los hombres”. Me deja esa duda clavada en la cabeza. Hago mi nota mental para investigar qué piensan los varones de todo esto. ¿Significará realmente algo esto en nuestra cultura patriarcal?

En la producción de alimentos, hay algo que aparece más opaco en la división sexo genérica, cuando la mujer cría 23 gallinas, para comerse tres y el resto venderlas. Pareciera que esa producción de las mujeres está atada a cierta espacialidad. Los corrales, gallineros y cultivos cercanos a la casa aparecen como “propiedad” de las mujeres, el trabajo por fuera de esos márgenes, que tiene que ver con “salir al campo”, trabajo remunerado por un tercero, corresponde al universo masculino.

Luciana va hilando reflexiones desde su propia vivencia. Me cuenta que tejieron redes de solidaridad, que implica llevar donaciones a familias empobrecidas. “Quien salía a repartir la mercadería era él (su pareja) y no yo, el cuidado del niño era una responsabilidad mía, pero, en el cuidado de la comunidad, yo hacía más lo administrativo y él lo material concreto de ir a entregar la mercadería. Pienso en otra pareja vecina y fue de la misma forma”. Otra vez, me lee los pensamientos y concluye: “Tal vez, los varones lo hacen también como un escape de la situación de estar encerrados, no sé si es sólo por el cuidado de la comunidad”. Pienso en que muchas mujeres no salen por la culpa de volver y contagiar, o porque necesitan estar bien para afrontar la responsabilidad de cuidado que amerita esta situación, como un aprendizaje inscripto en nuestros cuerpos.

Por su parte, la escuela es otra preocupación de las mujeres, las actividades educativas se suman a las desarrolladas a diario y, en contextos rurales, el acceso a plataformas virtuales se complejiza. “A mi mamá la tengo a 1 kilómetro y me voy todas las tardes a ayudarle con el tema de los niños y la escuela, porque le pasaron mucha tarea y por internet”, cuanta Meli y explica que su mamá no cuenta ni con un teléfono que soporte esas plataformas ni con wifi para buscar información ni con conocimientos o rutinas previas que hagan más natural y simple las tareas desde la web.

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Meli tiene 20 años y mucha frescura en sus respuestas y reflexiones. Me cuenta que se sienten agradecides por “poder estar sentados en un patio al aire libre, yo, ahora, te estoy hablando al frente de un arroyo, nos compadecemos de la gente que vive en un edificio, con los chicos, esa gente la debe estar pasando mal. Acá, por lo menos, tenemos campo y patios grandes para hacer cosas”. Supongo que sonríe, yo sonrío y me acuerdo de toda la gente que está pasando la cuarentena en su casa de fin de semana en algún lugar de las sierras. La asfixia urbana parece ser generalizada.

El espacio y la distancia, que, para quienes vivimos en las ciudades, es algo novedoso y extraño, en las zonas rurales, es parte de la configuración de su vida. Esta espacialidad genera otras problemáticas y posibilidades en este contexto.

Por un lado, afecta el consumo. La suba de los precios de almacenes cercanos repercute fuertemente sobre las familias rurales, que, en muchos casos, deben movilizarse a mayor distancia para hacer rendir el poco dinero del que disponen.

La tarjeta alimentaria como medida de gobierno las obliga a comprar en supermercados que no se encuentran en sus localidades. “Los primeros días que iba a comprar, volvía con mucha culpa porque me daba miedo contagiar a mi hijo”, dice Luciana, “nosotras somos trabajadoras independientes y no estamos pudiendo trabajar, un poco por la suba de precios, otro poco por el miedo de ir a Córdoba e interactuar con más gente”. La palabra culpa resuena, dispositivo altamente efectivo en el control del cuerpo de las mujeres, invisible, internalizado, diagramador de conductas.

Sin embargo, la posibilidad de contar con tierras y saberes para producir sus propios alimentos deja a las familias en otras condiciones frente a esta coyuntura. Meli lo sintetiza de forma simple: “Hay desigualdad, pero una acá la rema en esto de comprar animales, tener tu huerta y te autoabastecés, vos, entonces, vas al almacén a comprar pan y esas cosas básicas”.

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Si este virus ataca el sistema respiratorio y da sensación de asfixia, que genera una preocupación por la expansión y un miedo al contagio, es bueno repasar esas otras situaciones y problemáticas que nos dejan sin aire, con virus o sin virus. Luciana escucha mi metáfora y reflexiona, “yo lo relaciono con el sistema de vida en general, la necesidad que tenemos de producir dinero para poder sobrevivir”, y ejemplifica con su realidad: “Nosotras alquilamos un lugar que tiene una casa y tierra para cultivar. Pero, para poder trabajar la tierra, se necesitan un montón de cosas que los productores de la agricultura familiar no tenemos, entonces, no podés producir; entonces, es una superexplotación del cuerpo para quienes producimos alimentos”.

La falta de acceso a la tierra y el trabajo precarizado en contextos rurales de la mayoría de las familias es asfixiante. Pensar la soberanía alimentaria y formas de producción rurales agroecológicas es vital para pensar otro relacionamiento con la naturaleza, para el buen vivir, como una política de cuidado que no escinde tierra de cuerpos y que los entiende como un mismo entramado. La forma de producción actual, en tanto establece un vínculo de dominación con la tierra, es profundamente patriarcal.

En tiempos de cuarentena, se volvió fundamental, en algunos espacios rurales, la asistencia alimentaria del gobierno, justo ahí donde se podría estar teniendo una base de sustento más autónoma. Un botón sirve de muestra, se trata de un sistema asfixiante que, además de no producir alimentos ni fomentar esto, genera cada vez más trabajo precarizado en oficios que alejan a la gente de la vida rural.

Si bien los murciélagos son los acusados de este virus, diversos especialistas coinciden en que el problema es el desplazamiento de los animales de su hábitat natural, caldo de cultivo para la propagación de virus que, de otra forma, no nos aquejarían. Esto se da mayoritariamente por la deforestación para extender la frontera agrícola, con un modo de producción altamente tóxico que también produce enfermedades. Sin embargo, las medidas tomadas no parecen prevenir la pandemia, sino enfrentarla, pues esto significaría poner en discusión la agroindustria y el sistema capitalista todo. Mientras el Dios sea el dinero, estaríamos condenados a padecer mutaciones variadas.

Sin embargo, hay algo que me resulta interesante y esperanzador: las mujeres rurales comprenden, sin necesidad de teorizarlo, la interdependencia entre la tierra y la vida. Sostener la vida en el entorno rural parece estar más emparentado con el cuidado del medio que lo que podemos ver en las ciudades. El modelo actual de acumulación de capital en contextos rurales ataca la vida de lleno, con su modelo de producción, y se sostiene con el saqueo de los territorios y del trabajo de cuidado de las mujeres. En estas mujeres, se ve una continuidad entre el cuidado del cuerpo y el cuidado del territorio.

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El panorama incierto, a veces, se presenta con más sabor distópico que esperanzado, también para estas mujeres. “Me preocupa el nivel de deshumanización que genera esto”, dice Luciana, “así como hay un montón de gente que se puso al hombro acciones necesarias, mirando al otro como un par y no un potencial contagiador, en otras personas, se ve la acusación y el individualismo como algo más peligroso que el virus”.

Si algo nos regaló el neoliberalismo fue la normalización del individualismo y hacer parte de nuestros aprendizajes la insensibilidad y la falta de empatía. Si no sentimos nada por ese otre que parece tan otre como para no ponerme en sus zapatos, entonces, el sistema puede rapiñar a gusto, a nadie le parecerá cruel. Esto es un ataque a la posibilidad de ensayar otras formas sociales para el buen vivir (tal vez, hoy, ya para sobrevivir). Necesitamos de otras personas y de otro vínculo con la naturaleza, necesitamos aprender a cuidar y cuidarnos en comunidad.

Así como la culpa, el miedo es un gran disciplinador social. Meli se siente preocupada por el excesivo miedo generado, “es grave, acá, no hay casos, pero la gente va al supermercado y el que tiene más dinero se lleva toda la mercadería, y una va cuando le acreditan en la tarjeta y no hay nada. Eso es el miedo y la mala información, como no saben usar internet y entrar a los portales con buena información, se dejan llevar por falsas noticias”.

Esta situación, explica Luciana, evidencia “un montón de cosas: las desigualdades, el trabajo que las mujeres hacemos al interior de nuestras casas, quiénes son las personas importantes en la sociedad, por qué quien exporta soja tiene los bolsillos llenos y un médico cobra dos pesos”. Si podemos recordar todo esto después de la pandemia, y entendemos que “la acción cotidiana de cada día es importante para tensionar a esa otra parte de la humanidad que está pensando en su vida y en nadie más”, entonces, todo esto “tal vez, sirva para construir un mundo más justo, más humano”.

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