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Soy una mujer completa y no soy madre

En marzo pasado, Karen Uhlenbeck, una mujer de 76 años se volvió famosa. Yo nunca había escuchado su nombre, nunca había visto su rostro, tampoco sabía que era matemática y menos que no tenía hijos. En esos días me enteré que había sido la primera mujer en ganar el Premio Abel, considerado —según decía la prensa— el Nobel de las matemáticas.

Los periodistas comenzaron a hurgar en su vida y encontraron un texto en el que cuenta que cuando comenzó a buscar trabajo en Estados Unidos, hace medio siglo, le dijeron que nadie contrataba a mujeres matemáticas porque “debían estar en casa y tener bebés”.

No tengo idea si la decisión de no tener hijos fue de ella o del destino; tampoco sé si aquello influyó en que pudiera o no dedicarse de lleno a los números y llegar a ser quien es ahora.

Aquello de casarse y tener hijos era —y lo peor— sigue siendo, una especie de mandamiento en casi todo las sociedades del mundo.

Si bien es cierto que desde hace algunos años comenzaron a surgir corrientes del estilo ‘NoMo’, y que algunas mujeres ya toman más libre y conscientemente la decisión de ser o no madres, sigue habiendo millones y millones que ni siquiera se lo cuestionan.

¡Anda! Naciste niña, y entonces desde pequeña te enjaretan una muñeca en los brazos que es tu bebé. Y entonces, desde niñas, se nos injerta en el cerebro la idea de que debemos ser madres sí… o sí.

Después, en nuestra adolescencia, vendrá un bombardeo sin fin de ideas y propaganda que nos dice, día y noche, noche y día, que para ser felices debemos casarnos y tener hijos. Y entonces las que no tenemos el gusto de conocer el “instinto maternal”, somos raritas.

A ver, a mí nunca se me ocurrió preguntarle a mi abuela si en realidad quería haber tenido cuatro hijos; y la verdad es que nunca, tampoco, le he preguntado a mi madre si en verdad quería tenerme a mí, y luego tener a mi hermano.

Me gustaría saber qué pasaría si todos preguntáramos eso algún día a nuestras madres, de la misma forma en la que muy naturalmente, muchos preguntan a las mujeres que no son madres por qué no lo son, con ese tufillo de ‘qué cosa tan extraña’. Neta, qué hueva.

Y la verdad es que si tengo que ser sincera, yo pensaría que lo de ser madre, en el caso de mi madre, no fue una decisión muy planeada que digamos. Aunque ojo, eso no quita que sea una estupenda madre y que la ame y me ame —eso quiero creer, ja— como a nadie.

El tema es que mi madre se casó de blanco, muy guapa ella, pero conmigo ya en camino, cosa que descubrí un día haciendo cuentas; y también, pronto me di cuenta, que eso de los niños no era lo suyo.

Mi madre siempre se ha descompuesto un poco, cuando algún niño o grupo de niños pululan a su alrededor. Risitas forzadas que pueden pasar fácilmente a sudores fríos, y a síntomas de desquicio cuando los berrinches hacen su aparición. Condición, que pronto detecté, había heredado.

La verdad es que nunca la idea de ser madre me conmovió o me emocionó, como me emocionaban y emocionan otras cosas. Nunca tener hijos fue una prioridad en el mapa de mi vida.

Una vez, casi a punto de acabar la carrera me quedé embarazada. Me cuidaba mucho. Lo juro. Pero algo pasó.

Era muy joven y terriblemente franca conmigo misma. No quería ser madre; y no estaba estaba dispuesta a sacrificar mi vida, pensé. No me veía cuidando a un bebé cuando tenía mil planes para el futuro. Quería trabajar y saber qué se sentía ser periodista y ganar mi propio sueldo, quería seguir divirtiéndome con mis amigas y amigos, seguir saliendo por las noches, seguir viajando. Quería, básicamente, seguir siendo libre.

La decisión la tomamos juntos mi novio y yo. Él pensaba lo mismo —menos mal—, así que fuimos a una clínica de abortos, creo que en la Narvarte, a la que nos llevó una de mis mejores amigas que ya había pasado por ahí.

Luego me fui a vivir a Europa muchos años, y quizá por eso, me salvé de comentarios fuera de lugar y de presiones familiares, que creo que de cualquier modo, poco me hubieran importado.

Alguna vez, en algún momento y ya en plena madurez, pensé en adoptar. Lo de tener un hijo biológico me parecía, a veces, una especie de egoísmo genético. Escuchaba eso que repiten mucho las parejitas en plan ‘que tenga mis ojos’ ‘sus risos’ o ‘su risa’, y pensaba ‘¡OMG!, hay tantos niños abandonados y solos en este mundo hiperpoblado. ¿Por qué mejor no piensan en ellos?’.

De hecho, admiro profundamente a quienes han decidido adoptar. Me parecen seres extraordinarios y verdaderamente heroicos.

La cosa es que hay muchas maneras de decidir que no quieres tener hijos, y una de ellas es ir postergando la decisión, hasta que el llamado ‘reloj biológico’ se te pasó. Igual que el arroz.

Y bueno, todo esto para decir que detrás de mi decisión de no tener hijos, no tengo y no tengo por qué tener una profunda razón o una gran filosofía que la respalde.

¿Será suficiente decir algo tan simple como que hubiera sufrido —y mucho— pasar noches enteras sin dormir, o miles de mañanas añorando mi cama en lugar de ir a dejarl@ a la escuela en medio de un tremendo trafical?, ¿que no entiendo muy bien en dónde está el gozo de recorrer una ‘Feria del Bebé’ que huele a talco y a perfumito de pañales?, ¿que poco disfrutaría ir a una fiesta infantil, o a un parque de diversiones con todos los amiguitos en un domingo de resaca?, ¿que no veo el lado bueno a pasar días y noches de mi vida preocupada por si algo le pasó en plena adolescencia?, ¿que veo a un México tan jodido, tan desigual, tan violento, tan hijoeputa, y que eso es suficiente para evitar traer a alguien más a pasear por acá?, ¿que ya somos muchos, y que hay que pensarse bien eso de traer más gente que contribuya destruir el mundo?, ¿que no me representa la idea de que la alegría femenina depende de los niños?, ¿que sí estoy y soy muy feliz con mi decisión, y que disfruto la vida, ya que ando por acá?, ¿que no me siento, en absoluto, una mujer incompleta?

La maternidad será deseada o no será. Y punto.

 

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Fuente: México.com

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