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Las mujeres invisibles y de tono adecuado


Julissa Mantilla es relatora de los Derechos de las Mujeres en la Comisión Interamericana de Derechos Humanos.

En una actividad oficial reciente en que participaba con un colega hombre, las autoridades participantes se dirigían exclusivamente a él como comisionado mientras que a mí me llamaban por mi primer nombre. Además, al momento de la entrega de documentos y de la foto de rigor, me excluyeron

Por Julissa Mantilla

Hace poco participé en un panel denominado Mujeres y construcción democrática. Desafíos actuales realizado en el marco del XXVII Congreso Internacional de la Federación Iberoamericana de Ombudsperson (FIO), en Barranquilla, Colombia. Esta sesión tenía entre sus objetivos principales analizar las limitaciones para la participación de las mujeres en política e intercambiar experiencias y recomendaciones para erradicar la violencia contra las mujeres, así como sancionar a los perpetradores.

Un tema importante, sin duda, considerando que, según ONU Mujeres, las mujeres representaban solo el 22,8% de integrantes de Gabinete y que solo hay 13 países en los que las mujeres ocupan el 50% o más de los puestos ministeriales de la administración que dirige áreas políticas. Según esta entidad, solo el 26,5% de los escaños parlamentarios nacionales están ocupados por mujeres, lo que implicaría que la paridad de género en los cuerpos legislativos nacionales no se logrará antes de 2063.

En América Latina, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) ha destacado que muchas veces se incumplen con las regulaciones locales y nacionales que buscan promover la participación paritaria de las mujeres, especialmente en materia de cuotas de género. Algunos partidos políticos evaden el cumplimiento de estas normas postulando candidatas que tienen poca posibilidad de ser elegidas o forzándolas a renunciar al cargo en favor de los hombres. En otros casos, se cuestionan ternas para cargos públicos compuestas exclusivamente de mujeres como si eso fuera una exclusión a los hombres cuando, por el contrario, el mecanismo de cuotas parte del reconocimiento de la desigualdad histórica vivida por las mujeres y son una herramienta para alcanzar dicha igualdad. Adicionalmente, la violencia de género contra las mujeres políticas incluye agresiones sexuales, comentarios degradantes sobre su aspecto físico, rumores sobre sus vidas privadas, negarles el uso de la palabra o excluirlas de reuniones de trabajo fundamentales, entre otros hechos.

En el evento al que hago referencia, se analizaron todos estos temas y se hizo, además, una mención expresa de la sobrecarga de las labores de cuidado en las mujeres, la necesidad de autonomía económica, la importancia de una aproximación interseccional en la regulación de las actividades políticas, la violencia digital, la continuidad de la violencia de género, el rol de los medios y redes sociales y la necesidad de abrir paso a los liderazgos femeninos. En ese contexto, la realidad de los micromachismos también fue mencionada, revisando muchas de las conductas usuales, tan naturalizadas y que reafirman juicios estereotipados y discriminatorios contra las mujeres.

Sin duda, este es el ámbito más difícil de abordar y el más cotidiano también. Luego del panel, no pasaría mucho tiempo para experimentar algunas situaciones que me permiten ejemplificar lo anteriormente planteado.

Así, en una actividad oficial reciente en que participaba con un colega hombre, las autoridades participantes se dirigían exclusivamente a él como comisionado mientras que a mí me llamaban por mi primer nombre. Por si se lo están preguntando, no me conocían de antes, no había la confianza suficiente y, adicionalmente, mi colega lleva mucho menos tiempo que yo en la CIDH. Además, al momento de la entrega de documentos y de la foto de rigor, me excluyeron.

En estas circunstancias que nos pasan cotidianamente a las mujeres, siempre queda la duda sobre cuál es la reacción correcta. ¿Debemos actuar como si nada pasara? ¿Debemos protestar inmediatamente? Si algo he aprendido en estos años es que no existe tal reacción correcta, ya que cualquiera será criticada. Si nos callamos, nos tildarán de complacientes y débiles; si protestamos, somos las exageradas y “feminazis”, como absurdamente nos llaman. Por lo tanto, creo que la mejor reacción es la que nos provoque tener en ese momento.

En mi caso, dije claramente que yo también era comisionada y que la entrega de documentos se me debía hacer a mí también. Al final del evento, se me acercaron varias mujeres a disculparse —ningún hombre— pero también a agradecerme por lo que hice. No voy por la vida de heroína, pero siempre he pensado que si hiciéramos el cálculo entre las veces que podemos protestar y las que nos hemos tenido que callar, nos quedarían muchas a deber, así que creo que cuando sea el caso, hay que protestar por las mujeres que no pueden hacerlo pero también por las nosotras del pasado que no podíamos.

El segundo incidente no es reciente pero ha venido a mi mente al escribir este artículo y tiene que ver con la forma en que las mujeres nos expresamos. Desde el pedido de suavizar el discurso para poder “convencer” de la importancia del enfoque de género hasta el exigirnos que al momento de hablar y escribir usemos un “tono adecuado”. Más allá de la necesidad de mantener relaciones humanas saludables y respetuosas, me pregunto si ese mismo requisito se les hace a los hombres con algún puesto de autoridad o si, por el contrario, se sobreentiende que el tono de energía y exigencia es exclusivamente masculino. Por ello, la pregunta que me surge es si es un tono adecuado el que se nos pide a las mujeres o, quizás, un tono “femenino”, dulce y suave, ya que el cuestionamiento que se hace a los hombres políticos no pasa por los decibeles de su voz al ejercer sus cargos.

Las mujeres llevamos años exigiendo igualdad y participación paritaria en la política. Pero mientras no se apueste por la transformación de los espacios y el reconocimiento de la continuidad de la violencia de género, poco se podrá avanzar. Y esto implica también respetar los liderazgos femeninos, propios y directos, que rompen esquemas y no tienen que responder a reglas tradicionales.

 

Fuente: El País
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