Para las niñas y mujeres indígenas de la Montaña
Que luchan contra el yugo devastador de la violencia machista
México / Tlachinollan.- Las condiciones deplorables de habitantes de la Montaña han trastocado prácticas comunitarias que denigran y cosifican a las mujeres y niñas indígenas. La cultura machista que persiste en nuestra sociedad se reproduce al interior de las comunidades. Las autoridades municipales se encargan de remarcar el trato desigual entre los hombres y las mujeres. Aplican la ley en favor de los hombres y dejan en estado de indefensión a las mujeres. Están muy lejos de reconocer los derechos y la dignidad de las mujeres. Argumentan que los pueblos tienen sus propios usos y costumbres y por lo mismo, se tiene que respetar lo que la gente decide. Las autoridades municipales en lugar de brindar de manera gratuita sus servicios y de proteger a la población más vulnerable, se ensañan poniéndole precio a cualquier trámite o escrito que realizan. No importa el nivel socioeconómico de la gente porque en el ayuntamiento todo se maneja con dinero. Es común ver a la gente pobre esperando varias horas para ser atendidos. Los funcionarios municipales imitan a sus jefes actuando con despotismo y reproduciendo prácticas corruptas, como pedirle dinero a la población para atender sus asuntos. La cárcel es el recurso más eficaz para obligar a que la población pague lo que requiere la autoridad.
El síndico o síndica municipal cuando interviene en algún caso es porque el quejoso ya dio un pago en efectivo o llevó un cartón de cerveza y una reja de refrescos. Los policías son personajes que causan miedo porque portan armas de grueso calibre y amedrentan a la población cuando acuden a los domicilios en busca de las personas que están siendo citadas. Tratan como delincuentes a cualquier ciudadano o ciudadana. Son más abusivos y agresivos contra las mujeres. Nadie se atreve a llamarles la atención para que brinden un trato respetuoso a las personas. Se han acostumbrado a usar las armas para someter a la población y demostrar que son la ley.
Cuando el hombre acusa y paga, el regaño es severo contra la mujer. No se le da oportunidad para que se defienda, por el contrario la autoridad le pide que acate lo que está determinando. Son comunes los casos en que las esposas son señaladas de que no cumplen con sus obligaciones. A la síndica municipal no le interesa conocer la situación de la mujer, mucho menos le pregunta si ha sido violentada. Más bien se coloca de lado del marido no solo porque ha pagado por su intervención sino porque la mujer debe asumir un rol de obediencia ciega, de sumisión y de sometimiento al poder del hombre. Hay ocasiones en que la esposa se resiste a mantener la relación matrimonial. Esta postura en lugar de ser respaldada por el síndico o la síndica municipal es sancionada con reprimendas, al grado que se le obliga a regresar con el esposo. La situación es grave porque las mujeres no encuentran apoyo en las autoridades municipales y sus mismos familiares las abandonan, debido a que recibieron un pago para entregarla a quien ahora la violenta. Por defender sus derechos son encarceladas. En el encierro quedan en manos de los policías que en muchas ocasiones las violan. No permiten que reciban alimentos porque para las autoridades es parte del castigo que reciben. Además de las detenciones arbitrarias, las autoridades municipales violan flagrantemente sus derechos al privarlas de la libertad sin causa justificada. Para dejarlas libres tienen que pagar una multa de mil a 3 mil pesos, de lo contrario permanecen encerradas y sin posibilidades de probar alimentos.
En el municipio de Cochoapa el Grande estas prácticas son comunes entre las autoridades municipales. Son parte del negocio que les da grandes dividendos violentando los derechos de las mujeres. A nivel estatal la secretaría de la mujer le ha apostado a realizar talleres con los funcionarios municipales con la idea peregrina de que con esas pláticas van a cambiar la cultura machista que está enraizada entre las mismas familias indígenas. Parten de la idea de que existe un verdadero compromiso y mucha sensibilidad entre las autoridades municipales para salvaguardar los derechos de la mujer. La realidad es que en los mismos ayuntamientos se violenta dignidad porque las consideran inferiores, a causa de su monolingüismo y no tener la oportunidad de asistir a la escuela.
La estrategia implementada por la gobernadora Evelyn Salgado orientada a revertir la violencia contra las mujeres, se centra en los gobiernos municipales excluyendo a las mujeres indígenas que padecen esta violencia. Se requiere focalizar la atención en las comunidades trabajando directamente con las madres de familia, revalorando su rol como principales protagonistas para desmontar esta estructura patriarcal. Mientras no se coloque en el centro de la acción gubernamental a las mujeres indígenas será imposible que las autoridades municipales, ya sean hombres o mujeres, tomen la iniciativa para cancelar el negocio de los matrimonios forzados de niñas indígena.
Las niñas indígenas no tienen la oportunidad de estudiar porque no hay escuelas y donde existen no hay maestros. Los pocos docentes que atienden a los niños y niñas son de contrato y regularmente se encargan de dar clases a varios grados. Muchas escuelas son unitarias y otras funcionan con el sistema de multigrado. Existe un gran desarraigo de maestras y maestros que no son de la región y regularmente permanecen tres días a la semana en las comunidades. Varios de ellos no hablan la lengua materna y solo se reducen a castellanizar. Ante la ausencia de las instituciones y los graves estragos del hambre por falta de trabajos remunerados, los padres deciden casar a sus pequeñas hijas a muy temprana edad. Los pagos oscilan entre 200 a 300 mil pesos y lo inaudito es que los padres del niño optan por endeudarse para cubrir esa cantidad. Para testificar estos matrimonios al margen de la ley, la síndica municipal se encarga de formalizar esta alianza y de contar el dinero en la mesa de la familia paterna. Su presencia también tiene un costo que va de 20 a 30 mil pesos, dependiendo de la distancia y de la hora. Ante la ausencia de la sindica son los comisarios municipales los que se encargan de contar el dinero y de cobrar por esta transacción. Las niñas son rehenes de sus mismos padres y suegros y del niño que también es obligado a casarse. Son matrimonios forzados donde se impone la decisión de los padres, obligando a que los niños y niñas asuman a temprana edad el rol de madre y padre, en condiciones sumamente adversas, por lo que implica formar una familia sin el apoyo y la protección de las instituciones del estado. Lo que caracteriza estas relaciones tempranas es una convivencia forzada, entre dos personas extrañas, que nada tienen en común y que se vieron obligadas a vivir juntos por la decisión de sus padres. La violencia nace, crece y se reproduce desde el momento mismo en que se forza al niño y a la niña a convivir como pareja. Se institucionaliza la violencia y se da un trato indigno a las niñas por el dinero que recibieron sus padres como si se tratara de una mercancía. Quedan inermes ante la casa de los suegros que en muchas ocasiones las violan. Son condenadas a padecer la violencia asumiendo también una maternidad forzada. Ellas, además de soportar el maltrato, tienen que velar por el cuidado de sus hijos. También están obligadas a trabajar en los campos agrícolas donde el suegro cobre su salario. Quedan a expensas de que la familia del esposo les permita acceder a los alimentos y a tener algún apoyo para comprar la medicina y la ropa de sus hijos. Están condenadas a trabajar día y noche, a depender económicamente del esposo y de la familia paterna. A soportar los golpes y a obedecer ciegamente las órdenes del marido.
Para las mujeres y niñas indígenas no se vislumbra un futuro promisorio donde sean respetadas y reconocidas como personas con derechos. Las obligan a cargar con el estigma de la inferioridad y de su indianidad. Ninguna persona se atreve a salir en su defensa, quedan atrapadas en el círculo de la violencia machista que protegen las mismas autoridades municipales, porque la venta de niñas es un gran negocio. Son ingresos extraordinarios engrosan sus bolsillos asumiéndose como cómplice de la violencia feminicida.
La gobernadora Evelyn Salgado tiene que responder a este gran reto. Las acciones que ha implementado a través de la secretaría de la mujer son insuficientes, porque no atacan de raíz los problemas estructurales que persisten en los gobiernos municipales y en las mismas comunidades indígenas. La ausencia de las instituciones del estado y la carencia de oportunidades para el desarrollo personal y comunitario, son parte de este ciclo de violencia que se transmite de generación en generación entre las mujeres y niñas indígenas de la Montaña.
Las autoridades estatales tienen que trabajar con las mujeres indígenas que sufren violencia. Sus acciones no se pueden reducir a la impartición de talleres, tienen más bien que empoderarlas con creando empleos remunerados, para salvaguardar sus derechos y romper con el pacto de impunidad que existe entre las autoridades y los perpetradores. Son las mismas mujeres indígenas las que han demostrado tener el valor y la decisión para liberarse de estas cadenas del oprobio. Varias de ellas fueron asesinadas y lo más doloroso es que las autoridades no investigaron estos feminicidios. Su silencio y sus lágrimas son parte de la resistencia y de la lucha que desde sus precarias viviendas están protagonizando. Las niñas y mujeres de la Montaña nos están demostrando que la batalla contra la violencia es una pelea diaria en condiciones sumamente adversas. Son ellas las que escriben con sangre este capítulo de la ignominia marcada por los rastros de la violencia feminicida.