Beatriz Pérez.- Silvia L. Gil (Madrid, 1978) es activista feminista, filósofa y profesora en el Departamento de Filosofía y en el Doctorado en Estudios Críticos de Género de la Universidad Iberoamericana de la Ciudad de México. Ha estado recientemente en Barcelona para participar en las jornadas ‘Feminismo: los límites de un proyecto común’, celebradas en el Palau Macaya de la Obra Social La Caixa.
-Usted ha escrito acerca de la crisis en la que entró el feminismo en los años 90. ¿A qué se debió y qué ha cambiado desde entonces?
-En la década de los 90, aparece el problema de las diferencias entre mujeres. Deja de hablarse de ‘la’ mujer y empieza a entenderse que la identidad siempre es múltiple, contradictoria y atravesada por diferentes relaciones de poder. Es lo que conocemos como la crisis del sujeto del feminismo -o de la identidad femenina como categoría única-. Esa crisis va a tener dos caras: una positiva y otra negativa. La positiva: se abre la posibilidad de reinventar las prácticas políticas, aparecen colectivos que reactualizan los temas clásicos del feminismo -hablan de precariedad, migración, transexualidad, de lo ‘queer’-. La negativa: todo esto significa cierta pérdida de capacidad organizativa. Ya no nos vamos a organizar unitariamente. Y no habrá tampoco una única voz, sino múltiples. El desafío será cómo componerse entre diferentes.
-En los últimos años muchas más mujeres de todo el mundo han pasado a sentirse identificadas con este movimiento. ¿Por qué?
-Creo que el ascenso del feminismo no podemos explicarlo desde una causa única; es posible que ni siquiera haya una explicación clara de por qué se ha producido en este momento y no en otro. Pero sí podemos dar algunas pinceladas. Una de las claves es que el feminismo está inventando y ensayando una manera de resistir al neoliberalismo: en un momento en que el poder contemporáneo resquebraja los vínculos sociales, en el que nuestras vidas se precarizan cada vez más, el feminismo ofrece una serie de respuestas para subvertir esa situación. Nos habla de la necesidad de pensarnos en interdependencia y no desde el individualismo -propio del proyecto neoliberal, donde los sujetos están en permanente competencia-. El feminismo nos propone pensar que tenemos que cuidar y sostener la vida en un momento en el que se atacan sus condiciones de reproducción.
-¿Esta revuelta internacional tiene su origen en el movimiento ‘#NiUnaMenos’, nacido a raíz del asesinato de Chiara Páez en Argentina en el 2015?
-Sí. Es absolutamente clave. Muchas veces tendemos a pensar que lo que ocurre en Estados Unidos o en Europa es lo detonante, pero creo que para entender la revuelta feminista que estamos viviendo hay que situar su origen en los países del sur. Esto nos coloca en una perspectiva muy distinta: se trata de un feminismo de clase, que habla de antirracismo, de anticapitalismo. Es un feminismo que retoma la mirada de las mujeres de las clases más populares. Mujeres que sufren violencia en territorios realmente peligrosos. El ‘#MeToo’ es una parte más de todo esto, no la causa.
-¿Por qué este movimiento da el salto a España?
-La huelga feminista del pasado 8 de marzo no se puede entender sin el trabajo previo de todos los colectivos de mujeres en España que llevaban años hablando de la importancia de los trabajos reproductivos y de cuidados, que ponen la cuestión de la precariedad en el centro, sin todo el trabajo de las mujeres migrantes… Estas experiencias previas, menos conocidas porque no salían en los medios, construyen poco a poco un territorio fértil para la movilización. No explican completamente su éxito, pero sí una parte fundamental de su contenido. Lo de ‘La Manada’ también fue clave, pero había más cosas en juego. No estamos hablando solo de violencia y eso es importante recordarlo: no podemos reducir el feminismo al problema de la violencia.
-¿El movimiento feminista ha de ser, indiscutiblemente, anticapitalista?
-Sí. Debe ser anticapitalista.
«El feminismo tiene que defender la igualdad radical de las mujeres de todas las clases sociales. Tiene que ser transformador»
-¿Y qué podemos hacer para atraer a mujeres situadas en otros espectros ideológicos?
-No puede hacerse un proyecto feminista con posiciones de derechas. ¿Por qué? Porque creo que el feminismo tiene que ser un proyecto que defienda la igualdad radical, incluyendo a todas las mujeres, como a las jornaleras de la fresa de Huelva, las empleadas domésticas, las inmigrantes sin papeles. El feminismo tiene que defender un proyecto donde el ‘nosotras’ sea realmente amplio y creo que el feminismo de derechas no defiende esa igualdad. Me parece que tenemos que ser muy claras a la hora de poner sobre la mesa la necesidad de un proyecto feminista transformador. ¿Y cómo hacer para que la idea del anticapitalismo no ahuyente a todo el mundo? A lo mejor no necesitamos directamente ir con una bandera anticapitalista, pero sí podemos hablar de precariedad, de empobrecimiento generalizado, de la falta de derechos, de desigualdad, de la violencia que vivimos a muchos niveles. Cosas que tienen que ver finalmente con el sistema capitalista.
-En el artículo ‘Pensar la vida común desde los feminismos’, usted escribe: «Es necesario dejar que la política se vea atravesada por la vulnerabilidad. Esto nos permite acercarnos al mundo de otro modo: muestra que nuestra posición es parcial y limitada». Explique esta idea.
-Creo que este es uno de los aportes más importantes del feminismo en los últimos tiempos. El feminismo presta atención a los afectos, al cuerpo. Y una de las dimensiones del cuerpo es su vulnerabilidad: puede ser dañado, puede ser violentado. El cuerpo es aquello que nos expone ante los demás, a la otredad, a lo que está más allá de nosotras. Mi vulnerabilidad me recuerda que tengo un vínculo con los otros. Y pensar el mundo desde la vulnerabilidad y la interdependencia es muy diferente a pensarlo desde la autonomía del yo. La razón, tal y como se ha construido -sobre todo en el pensamiento occidental-, coloca al sujeto en el centro del universo, y marca una distancia con lo diferente, con los demás. El paradigma de la vulnerabilidad rompe precisamente con esta idea y hace que seamos sujetos parciales -no sujetos omnipotentes-, obligados a reconocer nuestros límites porque estamos inevitablemente entrelazados a otros.
-¿La política podría aprender del feminismo en este sentido?
-Sí. Creo que tenemos que hacer una política basada en las relaciones interdependientes. Una política que sepa que no puede controlarlo todo y que, al mismo tiempo, no deje de afirmar. Pero debe afirmar de otro modo: contando con los otros, entendiendo las diferencias, sin imponerse como sujeto soberano y único.
«Pensar el mundo desde la vulnerabilidad y la interdependencia, como hace el feminismo, es muy diferente a pensarlo desde la autonomía del yo»
-Las mujeres ocupan ya 166 de los 350 escaños del Congreso de los Diputados. España es el quinto país del mundo con un mayor número de mujeres. ¿Cómo lo valora?
-La presencia de las mujeres en las instituciones es importante, pero no es ni mucho menos lo central. Lo central es desarrollar políticas feministas realmente rupturistas. El PSOE no parece estar a la altura de lo que el movimiento feminista está exigiendo tras dos huelgas feministas en dos años consecutivos.
-¿Qué leyes feministas le queda a España por aprobar?
-Necesitamos entender que los cambios que se requieren son estructurales. Una política feminista implicaría dirigir el conjunto de las leyes a combatir no solo la desigualdad de género, sino también las exclusiones producto de las políticas actuales migratorias. Implicaría replantear el mercado laboral con, entre otras cosas, una reducción drástica de la jornada laboral, acompañada de un derecho al cuidado para todas las personas. Es decir, un derecho a cuidar y ser cuidados en condiciones dignas que rompa con la obligatoriedad de los trabajos de cuidados impuesta de manera exclusiva a las mujeres. Hacer del cuidado una prioridad implica darle la vuelta al presupuesto que rige nuestra sociedad de que primero se produce y luego, lo que resta, si es que resta algo, se emplea en cuidar. También implica reconocer los derechos de las empleadas domésticas. Una política feminista debe desplazar la productividad como epicentro de nuestras vidas, debe recuperar el sentido de una vida vivible, no solo en relación a lo material, sino también como riqueza cultural, de manera profunda. Se trata, nada más y nada menos, que ir en la dirección de reinventar un nuevo sentido de lo humano.
-En España acaba de irrumpir la ultraderecha. ¿Estos partidos nacen porque existe un miedo a movimientos como el feminismo?
-El feminismo es usado por la derecha para legitimarse, pero la explicación de su existencia es más compleja: tiene que ver con un mundo que mucha gente siente que se desmorona en términos de derechos, acceso a la renta, empobrecimiento, aumento de la violencia y desestructuración social. Los roles de género y la familia también están cambiando. Los hombres sienten que su mundo se tambalea y que las mujeres se rebelan contra el lugar que les fue asignado socialmente. Aquí se destapa un conflicto que se ha mantenido silenciado. La derecha usa este conflicto prometiendo un regreso a la «normalidad»: la familia, el poder masculino y la vuelta de las mujeres al hogar. Pero es importante comprender esta lógica dentro del marco neoliberal que ha desestructurado aquello que sostenía la realidad sin ofrecer alternativa. La ultraderecha propone como alternativa una restauración del orden, con toda la violencia que ello conlleva, sobre todo para quienes en ese orden han ocupado históricamente una posición desigual.
Fuente: El Periódico