Ocho mujeres faenan bajo el sol en una ciénaga de una reserva estatal de la península de Yucatán, en el sur de México. Mientras dos de ellas empujan una barca de madera cargada con pesados sacos de barro y sedimentos, el resto se divide en parejas que montan las tarquinas, unas mallas tejidas a mano por las mayores del grupo —que se quedaron a la orilla, cosiendo a la sombra— y que las más jóvenes fijarán en círculos de un metro de diámetro en medio del manglar, separadas un metro unas de otras. Es un un sistema artesanal pero sofisticado por el que apuntalan con un martillo varios palos de madera que servirán de sostén a las redes en las que verterán el lodo. Días después, cuando el barro esté asentado, pondrán cuidadosamente las semillas de mangle rojo.
Así es como, desde hace 13 años y con mucha paciencia, este grupo de 18 mujeres de entre 27 y 84 años levanta una barrera de manglares en la costa norte yucateca que está ayudando a la recuperación de ecosistemas que se habían perdido por la degradación ambiental y el desarrollo urbanístico. Los bosques de mangle que ayudan a restaurar las chelemeras —como son conocidas estas mujeres de origen maya nacidas en Chelem, un pequeño pueblo de pescadores— tienen además la capacidad de frenar el aumento del nivel del mar, especialmente cuando golpean los huracanes, y capturar grandes cantidades de dióxido de carbono.
“Aquí, cuando nos metemos, no sabemos mucho del mundo”, suelta despreocupada en medio de la ciénaga Keila Vázquez, de 43 años, la líder de las chelemeras. Cada mañana, las mujeres se reúnen al lado de la pista de canotaje de la ciudad de Progreso y esperan las instrucciones de Vázquez equipadas con sombreros, guantes, unas playeras azules con el esquema del proyecto de restauración impreso y pantalones cortos sobre mallas ajustadas que meten por dentro de sus botas de neopreno para evitar que entre el barro.
Para el grupo, el liderazgo de esta mujer tranquila que no supera el metro y medio de altura es incuestionable. Sin levantar la voz, con tono dulce y cadencia yucateca, arrastrando las vocales, cuenta el plan: “Ahorita estamos en la parte de aquí”, dice Vázquez mientras señala el dibujo de la camiseta de una de sus compañeras, que representa las diferentes profundidades del manglar que restauran. “Es la segunda etapa de las necesidades. Hacer unas tarquinas para que la parte que es más honda se alinee”, cuenta. “En otros momentos hemos hecho otras labores como canales de agua porque no había nada. Era un lugar seco”, aclara.
En la década que llevan trabajando en este lugar, las chelemeras han conseguido restaurar más del 60% de la reserva estatal de ciénagas y manglares de la costa norte de Yucatán, según estima la bióloga Claudia Teutli. Al lado de la pista de canotaje, en el lugar donde las mujeres de la tercera edad tejen las redes, hay un cartel en el que se lee “91,2 hectáreas de vegetación restaurada como hábitat para más de 70 especies de aves”.
“Falta todavía porque los recursos no han sido continuos”, apunta Teutli. “Pero sí hemos tenido un 60% de éxito. Hay análisis de imágenes en los que se ve cómo ha incrementado la cobertura de vegetación y creo que ahorita debe ser más porque ha funcionado bastante bien”, explica. La doctora en ciencias y tecnología del medio ambiente de la Escuela Nacional de Estudios Superiores de Mérida ha acompañado el proceso de las chelemeras desde la academia junto con el doctor Jorge Herrera, del Centro de Investigación y de Estudios Avanzados (Cinvestav).
El CSI de los manglares
“Hoy ellas son biólogas, ecólogas y entienden muy bien los procesos hidrológicos y el porqué de las plantas”, señala la doctora Teutli para referirse a las chelemeras. Y los aprendizajes son para toda la comunidad porque, al llegar a casa, enseñan a sus familias la importancia de cuidar el medio ambiente y tratan también de generar conciencia entre sus vecinos. Pero no siempre fue así. Aunque su proyecto es ahora un referente en México, el cuarto país con mayor cantidad de manglares del mundo, antes de meterse a la ciénaga, la voz de estas mujeres no se escuchaba. “Como amas de casa, no aportaban a la economía familiar. Ahora las acciones de restauración son parte de su forma de vida”, dice la bióloga. “Ellas ya son un aporte económico para sus familias. Han cambiado la percepción de que las mujeres no pueden trabajar y han transmitido sus conocimientos en un proceso de 15 años y algunos de sus hijos e hijas están estudiando carreras afines a la ecología”.
Las chelemeras llegaron a los manglares de casualidad. Antes, dicen, ni siquiera eran conscientes de la importancia que tenían para la biodiversidad y vivían de espaldas a ellos. Cuando las autoridades locales hicieron una convocatoria en 2010 para ofrecer una nueva oportunidad de trabajo restaurándolos, buscaban matrimonios de pescadores. Pensaban, dicen las mujeres, que los hombres estarían más capacitados para las largas jornadas bajo el sol en ese terreno pantanoso que puede engullirte hasta las rodillas mientras avanzas. Pero las condiciones del trabajo que ofrecían al principio —jornales mínimos de poco más de 60 pesos (algo más de 3 dólares)— no les resultaron atractivos a sus esposos. Y ellas decidieron dar un paso al frente. Hoy no solo han logrado sacar adelante un poderoso proyecto, sino que en ocasiones, en las épocas de veda de pesca o cuando baja la captura, son incluso las que más dinero llevan a casa.
Los inicios no fueron fáciles. “A veces, cuando las compañeras viajaban en transporte público después de hacer las labores de aquí, les ponían mala cara por el olor a lodo y como que la comunidad no estaba tan dispuesta a meterse a trabajar aquí, pero ahora ha cambiado”, reconoce Vázquez. Lo que vieron en estos pueblos costeros fue una transformación radical en las ciénagas.
“Antes era una ría sucia, fea, negra estaba”, dice Regina Chim Batún, una de las mayores del grupo al recordar el primer manglar que regeneraron en Yucalpetén, a poco más de 5 kilómetros del que restauran ahora. El desarrollo urbanístico desordenado llevó a construir infraestructuras que cortaban el flujo de agua natural de las ciénagas y a veces hasta la población las usaba como vertedero. Y eso hizo que se acabara con la vida de este ecosistema. Ahora, con la restauración, hay nuevamente decenas de especies de aves, peces, mosquitos y hasta flamencos y lagartos. De hecho, cuando salen del manglar, las chelemeras se llevan bolsas de caracoles chivita, un molusco con el que pueden hacerse un ceviche para la cena.
Para conseguir esta transformación, se hizo un proceso de ecología forense, o el CSI de los manglares, como le llama la doctora Claudia Teutli como buena aficionada a las series policiales. “Hay que identificar las causas de por qué se ha muerto”, explica. “Tenemos que evaluar cómo está la vegetación, cómo está el flujo hidrolológico, la topografía… todos aquellos componentes que son fundamentales para que el sistema funcione”. Una vez que se conoce el problema, se determinan las acciones a tomar que pueden ir desde regenerar las condiciones óptimas para que el manglar reviva a procesos de reforestación. “Cuando se recuperan las condiciones, el ecosistema responde por sí solo. No hay una necesidad dependiendo de tus objetivos de que tengas que sembrar inmediatamente. La reforestación para nosotros es la última acción dentro del proceso de restauración”, sostiene la bióloga.
Las chelemeras no son el único proyecto exitoso de regeneración de manglares en la costa norte de Yucatán. Hay otros en localidades costeras como Celestún, Dzilam o Sisal que han llevado a cabo procesos similares, pero este es el único grupo que está conformado solo por mujeres y se ha convertido en un referente en la zona. “El éxito a nivel social ha sido que ellas han transmitido el conocimiento a los demás y hay más respeto hacia el manglar, porque antes lo veían como un basurero”, explica Teutli. Y mientras avanzan en la restauración —un proceso que se ha hecho con recursos conseguidos por medidas de compensación o gracias a la cooperación internacional—, las chelemeras ya piensan en alternativas para financiarse como la producción de miel de mangle negro o el ecoturismo.
La bióloga también destaca el “impresionante” nivel de organización de las chelemeras. “Ellas insistieron en que se le dé trabajo a las personas mayores, porque algunos financiadores ven mal que trabajen porque creen que deberían estar descansando. Pero nosotros estamos en un país en el que lamentablemente no todos tienen una pensión”, apunta Teutli. El grupo decidió que las más jóvenes harían el trabajo más pesado físicamente y las mayores apoyarían con las tareas más sencillas.
En la orilla, las cuatro mujeres de la tercera edad que tejen las mallas coinciden en el amor que sienten por lo que hacen. “A mis 71 años sigo trabajando. Hay mucho trabajo, bendito sea Dios. Nos gusta trabajar y distraernos. Se olvida lo que tú piensas y te desestresas”, dice Regina Chim Batún. “Así hemos logrado un poquito nosotras salir adelante. A veces vienen visitas y nos preguntan cómo lo hacemos: cómo están bonitas, tan verdes, tan preciosas las matas”, presume orgullosa. Y revela que el secreto es “tener mucha paciencia”.
Antes de trabajar en el manglar, Chim Batún era vendedora ambulante. “Hacía mis chicharrones, mis elotes, mis manzanas, mis paletas, pay de coco, pay de queso, cremita de coco, manjar blanco”, enumera del tirón. Ahora sigue haciéndolo los fines de semana, pero son sus hijas las que salen a venderlo. Para ella, cuidar de los manglares es como cuidar de un hijo más. Por eso le molesta tanto cuando ve que algunas comunidades los maltratan o los usan como vertedero. “¿Cómo queremos ver a nuestros hijos? Verlos crecer, apoyarlos, cuidarlos… Una planta es como un niño. Si tú vienes y la pisas, ¿qué hiciste? Tú ya lograste sembrarlo para crecer y viene otro y lo desbarata”, lamenta.
Para Keila Vázquez, su mayor satisfacción es ver crecer el mangle. Pero también comprobar cómo, gracias a su esfuerzo, las chelemeras —mujeres que en su mayoría eran antes amas de casa sin estudios— han logrado cambiar su vida. “Ver que tu trabajo tiene un valor no económico, pero tiene un valor o una importancia, que estás dejando un poquito de huella en este mundo sí nos hace sentir orgullosas de nuestro trabajo”.
Cuando no está en el manglar, Vázquez suele estar al frente de una tienda de abarrotes en Chelem y además es madre de tres hijos de entre 18 y 23 años. Una de ellas está estudiando biología y cree que puede seguir sus pasos. Ella misma, que por su posición como líder del grupo tan pronto está en una reunión de trabajo con científicos como atendiendo a la prensa o recibiendo un premio en Ciudad de México, ha notado cómo el trabajo en el mangle ha cambiado también la relación con su familia. “Antes le pedía permiso a mi marido para salir, ahora nomás le aviso. Estamos empoderadas”.