Durante el primer semestre de 2022, se han activado 1.003 alertas. Unas huyen de la violencia intrafamiliar, otras son víctimas de crímenes de género y muchas reaparecen sin atreverse a denunciar las agresiones que han sufrido
María Isabel tenía 15 años cuando desapareció. Una mañana de diciembre de 2001 salió de su casa para ir a trabajar y dos días después su cuerpo fue encontrado con signos de tortura y violación. Cuando su madre denunció la desaparición, ninguna autoridad la quiso escuchar. Claudina Velásquez, una estudiante de derecho de 19 años, salió de fiesta una noche de agosto de 2015 y nunca regresó a casa. Sus restos fueron encontrados a unos kilómetros de distancia también con señales de violencia. Al denunciar la desaparición, la policía le restó importancia y comunicó a sus familiares que no se preocuparan, que su hija seguramente estaba pasando la borrachera con unas amigas.
Desde 2011, se ha producido un incremento significativo de la desaparición forzada de mujeres, que superan ya las de los hombres. En el primer semestre de 2022, se han activado 1.003 alertas, según datos del Instituto Nacional de Estadística. Una cifra a la que se le suma las 3.667 alertas por desaparición de niñas y adolescentes, mayoritariamente de entre 13 y 18 años, de acuerdo con la Procuraduría de la Niñez y Adolescencia. Pese a estas cifras, durante años, en Guatemala, no se ha hablado de este tipo de desapariciones como un fenómeno persistente. Existe, pero se invisibiliza.
Frente a la gran problemática que vivía el país, el Gobierno se vio obligado a tomar medidas. El nombre de las dos mujeres citadas anteriormente representa dos de los casos que se mantienen vivos en la memoria del país, y que dieron nombre a la Alerta Isabel-Claudina, un mecanismo de búsqueda inmediato creado en el año 2016. Su antecedente directo es la alerta Alba-Keneth, originada en 2010 como mecanismo de búsqueda inmediata de niños y niñas.
Según datos del Ministerio Público —el único organismo que ofrece estos datos— el 82% son localizadas. Esa cifra, sin embargo, la cuestionan diversas organizaciones implicadas en la protección de las mujeres consultadas por este diario. Además, que reaparezca no quiere decir que a pesar de haber sido localizada no haya sido víctima de algún delito. Más allá del miedo a denunciar, existe una extendida desconfianza por parte de la población hacia el sistema judicial y los cuerpos policiales.
El 70% de las desapariciones están relacionadas con el crimen organizado y las maras
La guerra de Guatemala contra las mujeres
Los 36 años de conflicto armado interno dejaron un saldo de 45.000 personas desaparecidas, de los cuales aún no hay rastro alguno. Aunque esta práctica no se ha erradicado, sí que se ha producido un cambio destacado: ahora las principales víctimas son ellas. El país centroamericano cuenta además con una de las tasas de feminicidio más elevadas del mundo: 376 han sido asesinadas en los últimos seis meses, según datos del Observatorio de la Mujer. Asimismo, en 2021 la Fiscalía de la Mujer recibió 95.955 denuncias por delitos.
Claudia Hernández, directora ejecutiva de la Fundación Sobrevivientes, sostiene que una de las secuelas de la guerra civil ha sido la normalización de las conductas violentas como un mecanismo de control y de poder sobre ellas. Hernández recuerda uno de los casos que atendieron, cuando un miembro ya encarcelado de una mara mandó a asesinar a su pareja. La razón: ella se había negado a matar a una persona para entrar a la pandilla. Su cuerpo apareció en una maleta en el centro de la capital guatemalteca. Esteban Celada, abogado especializado en derechos humanos, cuenta que el 70% de las desapariciones están relacionadas con el crimen organizado y las maras. Sin embargo, sostiene que, aunque el autor sea un pandillero o un narco, el origen siempre está en la violencia patriarcal.
¿Por qué desaparecen?
Si bien es verdad que la gran mayoría de desapariciones forzadas son perpetradas por civiles, pandillas o grupos criminales, las fuerzas militares y cuerpos policiales en ocasiones también tienen una implicación directa, según las organizaciones consultadas. En muchos casos, la omisión de ayuda en la búsqueda y las irregularidades en la resolución de los casos los convierte en cómplices de estas desapariciones.
En otros casos, como afirma Celada, “ellos son los más señalados de cometer violencia sexual contra ellas, y sobre todo a mujeres indígenas”. Para la directora de Fundación Sobrevivientes, los grupos criminales y las estructuras de trata de personas en muchas ocasiones cuentan con la ayuda de los cuerpos de seguridad y otros aparatos del estado. “Hace poco se hizo una redada en un club nocturno donde encontraron a muchas con alertas activadas, que habían sido obligadas a prostituirse. El jefe de la Unidad de Trata de Personas de la Policía fue capturado como principal colaborador del grupo criminal”, denuncia.
Parte de las desapariciones son voluntarias, es decir, escapan de su entorno sin decir nada, ya que son víctimas de violencia intrafamiliar o de abusos, a menudo perpetrados por la pareja sentimental, el padre, un hermano o un tío. En estos casos también se activan las alertas. La migración forzada también se puede dar por la falta de oportunidades, tanto educativas como laborales.
Para Silvia Requena, coordinadora del Programa Mujer y Equidad de Género de Pastoral Social-Cáritas de Alta Verapaz, un departamento ubicado en el interior del país que tiene predominancia indígena, la violencia política es la razón principal de la desaparición de lideresas en defensa de la tierra y los derechos humanos. Tanto para Requena como para Celada, este es un mensaje simbólico para atemorizar a las activistas en contra del extractivismo. Mientras, las jóvenes, adolescentes y niñas corren el riesgo de ser secuestradas para la explotación sexual y la trata de personas.
Los departamentos con los números más elevados de desapariciones concuerdan con las zonas con mayor violencia machista.
Un porcentaje menor de las denuncias están relacionadas con una alteración banal de sus rutinas: llegan tarde a su lugar de destino por voluntad propia, no avisan a sus familiares de que se retrasan en su retorno, etc. Estos casos, que pueden ser atribuidos a errores, están ligados al contexto de violencia contra aquellas que viven el país y a la consecuente preocupación o alarma generalizada. Por este motivo, cuando una mujer rompe con su cotidianeidad, cualquier persona de su entorno que no consigue comunicarse con ella suele activar una alerta de desaparición, un mecanismo de búsqueda inmediata.
Debido a la inexistencia de datos públicos que expliquen las causas de este fenómeno, se ha realizado un análisis territorial comparativo en relación con otros delitos cometidos contra ellas: feminicidios, violaciones y violencia, que incluye la física, la psicológica y la económica.
Hay muchos paralelismos entre mujeres desaparecidas, tasas de feminicidios y tasas de violencia contra la mujer (violencia física, psicológica y económica). Los departamentos con los números más elevados de desapariciones concuerdan con las zonas con mayor violencia machista. En el caso de las violaciones, se repite el mismo patrón en muchos departamentos, pero la relación causal no es tan significativa. Aunque este análisis muestre relaciones causales con otros delitos, no se pueden sacar conclusiones definitivas debido a las características propias de cada territorio.
Las organizaciones que fiscalizan la acción gubernamental denuncian que no existe un seguimiento de las que aparecieron, ni queda un registro de en qué estado se encuentran cuando son localizadas.
La vergüenza de ser víctima de la violencia
Una de las problemáticas a las que se enfrentan aquellas que consiguen regresar es al estigma comunitario. En este sentido, Silvia Requena, de la ONG Cáritas de Alta Verapaz, explica que muchas han tenido que migrar o cambiar de comunidad. “Pierden credibilidad y son estigmatizadas de por vida, tanto si decidieron marchar por obligación como si fue por coacción”.
La autoridades no entran en profundidad a la raíz del problema, la justicia es muy lenta y la única reparación que se prevé es una multa económica mínima para el agresor, Claudia Hernández, directora ejecutiva de Fundación Sobrevivientes
Más allá del miedo a denunciar, existe una extendida desconfianza por parte de la población hacia el sistema judicial y los cuerpos policiales. Esta desconfianza se agudiza en las zonas rurales de mayoría indígena, donde todavía siguen muy vivas las secuelas del conflicto armado y el papel que jugaron —y que aún lo hace— las autoridades públicas.
Las fuentes consultadas mantienen una visión crítica en relación con los sistemas de alerta como el Isabel-Claudina y coinciden en que estas limitan la efectividad de la búsqueda. Por un lado, uno de los problemas principales radica en que hay que esperar 72 horas para activar la alarma. “Durante esos tres días se puede trasladar a la persona a otro país e incluso se incrementa el riesgo de que esta sea asesinada, sobre todo en los casos de trata de personas”, reflexiona el abogado Esteban Celada. Por otro lado, para la población indígena es aún más complicado acceder a este sistema de alertas. “Si bien ha sido divulgada, en las comunidades del interior del país es muy complicado que se denuncien las desapariciones, ya que mucha gente no tiene acceso a teléfono, internet o a la información sobre el procedimiento a seguir” sostiene Silvia Requena.
El otro gran problema al que se enfrentan las víctimas es la justicia y la reparación digna. Las fuentes consultadas piensan que no existen ni la una ni la otra.
“No entran en profundidad a la raíz del problema, la justicia es muy lenta y la única reparación que se prevé es una multa económica mínima para el agresor” se lamenta Claudia Hernández, directora ejecutiva de la Fundación Sobrevivientes.
Mientras tanto, la desaparición de las mujeres guatemaltecas sigue a la orden del día. O bien sus agresores las hacen desvanecer, o lo hacen ellas al huir de la violencia.