Noor Mahtani.- El 25 de noviembre de 2015, la pintada de un sujetador y unas bragas sobre un mural en contra del machismo puso a hablar a Puerto Rico. En la obra inicial sobre la que un grupo aún desconocido intervino se dibujaban los cuerpos desnudos de dos mujeres negras de las que salían mariposas monarcas a borbotones. Los mismos insectos que migran desde la gélida Canadá hasta los bosques montañosos de México y a los que los científicos conocen como la especie de la “transformación somnolienta”. Esa metamorfosis que también experimentan las supervivientes de violencia de género era la que el Colectivo Moriviví quería plasmar en su obra Paz para la mujer. La censura de los pechos y la vulva generó tal indignación que cientos de mujeres se desnudaron frente al mural en señal de protesta. “Eso le dio otro sentido a la pieza”, explica Raysa R. Rodríguez García, cofundadora del proyecto. “El arte abrió un debate muy necesario en la isla”.
Esta no fue la única injerencia del mural. Meses más tarde, volvió a mutar. Esta vez por las artistas que le dieron vida. Hoy, casi ocho años después, en los senos de una de las mujeres, reposa un collage que, de cerca, muestra la historia de la obra con imágenes de recortes de periódico, las activistas que se manifestaron al frente y la pintada en sí. De lejos, pareciera que hubieran pixelado el busto. “No quisimos borrar su historia. Cada obra cuenta una y la de esta fue el reflejo de un acto machista, pero también de mucha reivindicación y de un debate que teníamos que tener como sociedad”, narra Chachi González Colón, cofundadora.
Ambas artistas, de 28 y 27 años, respectivamente, le dieron forma al Colectivo Moriviví casi sin querer. Lo que empezó siendo un grupo de mujeres jóvenes que se querían hacer un espacio entre los hombres que acaparan el arte urbano acabó siendo un proyecto de conciencia y de mezcla con las comunidades. Este año cumplen una década de un proyecto que defiende el arte público como mensaje y la creación desde dos orillas: el talento de ellas y las necesidades de las localidades con las que trabajan. “La idea de llegar para embellecer apenas es bien naive y puede hacer mucho daño”, explica por videollamada González.
Llegar, pintar e irse no iba con ellas. Por eso, cada mural que pintan es fruto de varios talleres con los vecinos que quieren participar (“y que son quienes van a ver a diario el diseño”), una lluvia de ideas entre lo que ellos quieren contarle a la isla y la conceptualización plástica de ambas. Las artistas que conforman el colectivo, financiado por entidades privadas y públicas, pasan cerca de siete días en las comunidades hasta que concluyen cada pieza.
El último fue el mural Jájome Bajo, realizado junto a la comunidad de ese nombre, en el municipio de Cayey, en las montañas de Puerto Rico. Esta comunidad, ubicada en la cuenca del río homónimo, estuvo fuertemente afectada por el huracán María. Unas 78 viviendas fueron destrozadas y la única salida de sus vecinos fue migrar. La mayoría a Estados Unidos. Durante una semana, cuando las 25 personas que participaron en los talleres empezaron a pensar qué querían representar, hubo una palabra que se repitió varias veces: resiliencia. ¿Cómo plasmar la resistencia en una imagen que tuviera sentido para todo un pueblo?
El resultado tras varias sesiones de reflexión fue un par de manos plantando un roble frente al río Jájome, una especie característica de la zona, arquetipo también de la fortaleza. En las ramas de este árbol, un pitirre —ave emblemática de la isla— observa al águila sobrevolando por allá. Dos símbolos muy arraigados que representan la relación entre Estados Unidos y Puerto Rico. El pitirre, conocido como guatibirí por los taínos, es un pájaro pequeño que se enfrenta al águila sin titubear. A veces, incluso sin provocación. “Y que a veces incluso le gana”, añade Rodríguez entre risas. Esta imagen es un guiño al independentismo y a un refrán popular en la isla: “Cada guaraguao (águila) tiene su pitirre”.
Entre las mil y una luchas de este grupo de mujeres ha estado siempre la de hacerse hueco en un ámbito muy masculino. Que las llamen por su talento y no por “cumplir con una cuota” ha sido complejo, cuentan. “Existe un panismo muy fuerte”, lamenta Rodríguez en alusión a los privilegios entre hombres y a la misoginia laboral. “Un pana recomienda al otro y al otro. De nosotras se acuerdan solo cuando se dan cuenta de que no hay representación de mujeres. Nos llaman a última hora y con pagas más bajas. No sentimos que haya aún un interés genuino”, se queja González. “Al principio de nuestra carrera decían que hacíamos arte femenino o feminista, solo porque somos mujeres. Hoy lo abrazamos, pero hacemos arte sin etiquetas”.
La nostalgia del migrante
Dicen que la mirada de un isleño siempre busca el mar. Los boricuas no son la excepción. Ni siquiera cuando se vieron obligados a migrar. La nostalgia de los latinos en la diáspora que viven en Bloomingdale Trail, en Chicago, fue el hilo del que fueron tirando las artistas hasta crear el precioso trabajo de A Julia, en colaboración con el Centro Comunitario Segundo Ruiz Belvis y en memoria de la reconocida poeta Julia de Burgos.
Voy a hacer un rompeolas
con mi alegría pequeña…
No quiero que sepa el mar,
que por mi pecho van penas.
No quiero que toque el mar
la orilla acá de mi tierra…
Se me acabaron los sueños,
locos de sombra en la arena.
Desde octubre, en las paredes del parque que lleva su nombre, en un barrio de inmigrantes, descansan los versos de una puertorriqueña que añoraba, entre olas, espuma y arena, y que hoy es también refugio para los latinos y judíos que plasmaron en sus calles la nostalgia del que echa raíces fuera de casa.